Alberto Silva Cerda*
Con cierto desenfado hay quienes preconizan que la labor de bibliotecas y universidades desconoce los derechos de propiedad intelectual, pasando por alto la profusa labor de difusión cultural que tales establecimientos desarrollan en pro de la comunidad, y aún de los propios creadores. No viene al caso detenerse en tal obviedad, pero si parece oportuno, especialmente de cara a la ardua discusión en torno a una nueva ley de propiedad intelectual, considerar en breve cómo nuestra normativa constituye un óbice a la labor de la academia y de las bibliotecas.
Hoy, sólo alrededor de un 10% de las obras publicadas cuentan con una segunda edición o tiraje. El grueso de la producción literaria se agota con una primera y única tirada, obstaculizando el acceso a las fuentes de información para quienes carecen de tales ejemplares. Si una obra en tal caso no se encuentra en el mercado, ¿podrá un usuario hacer legítimamente copia de ella?
Tratándose de publicaciones de valor académico, año a año el mercado es incapaz de satisfacer a cabalidad las demandas de las bibliotecas universitarias, en especial en las áreas de humanidades y de las ciencias sociales. Aproximadamente un cuarto de las órdenes de compra emitidas por estos establecimientos no encuentran eco en el mercado; la mitad de estos textos constituyen bibliografía calificada de esencial por sus docentes. Sin acceso a las obras, sin un proveedor, ¿podrá legítimamente un estudiante hacer copia de tales textos?
Adicionalmente a la labor de proveer acceso a los estudiantes, un significativo grupo de bibliotecas universitarias –al igual como centros de documentación y museos– desarrolla labores de preservación y conservación patrimonial. En ocasiones ello exige retirar los ejemplares de las obras de estantería y, sin disponibilidad en el medio, suplirlos por copias. A efectos de conservación y preservación del patrimonio cultural del país, y sin mediar pretensiones comerciales, ¿podrá legítimamente una biblioteca microfilmar, digitalizar u efectuar algún proceso de copia de las mencionadas obras?
La modernización de la malla curricular y la actualización de contenidos obligan a los docentes a nutrirse de literatura extranjera, no siempre disponible en línea, ni en español. Desafortunadamente, el mercado local y aún el de lengua castellana resultan de escaso atractivo para varios sellos internacionales. Sin traducción disponible en el medio, ¿podrá legítimamente un académico traducir una obra y distribuir ejemplares de ella en aula para efectos docentes?
Todas y cada una de las preguntas anteriores –y otras muchas más que inciden en la labor cotidiana de establecimientos educacionales, bibliotecas, archivos y museos–, tienen una respuesta negativa en nuestra legislación; cualquiera de estos actos es ilícito en Chile. En cambio, ya sea a través de un adecuado régimen de excepciones a la explotación monopólica de los derechos de autor, o bien de un sistema de fair use, la generalidad de los países desarrollados admiten como legítimas tales prácticas, dando respuestas afirmativas a esas y otras interrogantes de similar calado.
Erradamente, para algunas ortodoxas voces defensoras de los derechos de autor, cualquier merma al eventual beneficio económico de sus monopólicos derechos constituye una inadmisible erosión a la propiedad privada, obviando la función social que ésta cumple y con ello la necesidad de disponer en nuestra normativa legal de un adecuado régimen de excepciones y limitaciones al derecho de autor.
Los derechos de autor deben protegerse, pero en caso alguno su protección puede implicar –como lamentablemente sucede en Chile– entorpecer la actividad de establecimientos educacionales y bibliotecas, obstaculizar la creatividad, sacrificar la competitividad de la industria tecnológica y cultural local, ni comprometer la libertad de expresión y el acceso a la cultura.
Naturalmente, el desarrollo de la actividad académica y bibliotecaria tiene un marco normativo de referencia bastante más basto que el concerniente a los derechos de autor, pero debe admitirse la importancia de disponer de excepciones que les garanticen el adecuado funcionamiento de las universidades, bibliotecas, archivos y museos. Insistir en desconocer su importancia es pecar de ignorancia o llamarnos simplemente al engaño.
*Alberto Cerda Silva es Profesor de Derecho de la Universidad de Chile. Director de Estudios ONG Derechos Digitales